martes, 16 de octubre de 2012

La decepción de Jerome

La decepción de Jerome


Ya hace siete años que vivo en Madrid. Cuando vine a la capital, por motivos meramente profesionales, empaqueté todas mis pertenencias y cargué una mochila llena de ilusiones sobre unas zapatillas con suela de esperanza...

… Sarcasmos aparte, durante el trayecto de cuatro horas que duró el viaje fantasee con lo que me iba a ocurrir. Un prestigioso psiquiatra al que tuve la oportunidad de entrevistar hace unos meses me instruyó con unas nociones sobre la visualización del futuro y la fantasía de la mente. El médico argumentaba que no es que sólo sea lo normal fantasear y querer adelantarse al futuro con ambiguos bocetos en nuestra cabeza, sino que es lo correcto, que es (evidentemente, no sólo esa) la diferencia entre el cuerdo y el loco.

Durante ese viaje en coche visualicé y fantaseé: los sitios donde iba a tomar cerveza. Imaginaba a los camareros orondos, de dentadura henchida de oro y camisa blanca con manchas grasientas haciendo alarde de un simpático deje castizo mientras me servían amablemente una jarra de cerveza y unas avinagradas y huesudas aceitunas. Podía oler la tasca, veía las flacas y arrugadas servilletas con membrete inundar el despreocupado suelo del garito. Oía los alaridos y risas de los parroquianos discutiendo chulescos por un mal movimiento de ficha durante una partida de dominó.

También sopesé las oportunidades laborales y las dificultades que ello iba a entrañar, los lugares cosmopolitas que iba a conocer o las personas con las que me iba a encontrar. No dejaban de ser inocentes e idealizadas ilusiones, pero a día de hoy esta ciudad me sigue sorprendiendo y alguna de las cuestiones con las que reflexioné en el coche hace ya siete años se han cumplido, y otras, desgraciadamente, no.

Mi mayor decepción responde a las personas que iba a conocer. Desde siempre he tenido algo claro, y pensaba que uno de los objetivos que se iban a cumplir era uno que antaño se presentaba muy sencillo, pero que hoy se apremia imposible y se diluye con el tiempo poco a poco: Quería tener un amigo negro.

Muchos, en los ‘90, nos hemos criado con las desavenencias familiares de la familia Winslow de Cosas de casa, nos divertimos con los tejemanejes y el humor bienintencionado con moraleja de ‘El príncipe de Bel Air’ o nos excitamos con Vanessa la chica de ‘Vivir con Mr. Cooper’. ¿Quién en su sano juicio no iba a querer un amigo negro?
Evidentemente, soy consciente de que son personajes de la pequeña pantalla de más-allá-del-charco, pero no he parado de escuchar durante mi infancia/adolescencia las quejas generalizadas sobre el problema de la inmigración: Si los negros nos iban a comer ¿Por qué coño a día de hoy no conozco a ninguno? ¿Por qué no puedo ir a esa tasca a la que hacía mención antes a tomarme una caña con Jerome, Dikembe o Carlos?

Hemos vencido al mal cinematográfico del “entrañable racismo” de Disney, donde Sebastián o los Cuervos de ‘Dumbo eran “sutiles” metáforas nubias con dantesco acento caribeño. Ya es historia el nobel de la paz a Mandela o la secretaría general de Kofi Annan al frente de Naciones Unidas. Pero a pesar de ello, aún sigo sin tener un jefe, de echar una pachanga de basket o de poder bromear acerca de un desproporcionado miembro viril con un amigo negro mientras hago cola en la puerta de un cine.

Para colmo, en 2009, y cuando peor se ponía todo, “la gran esperanza blanca” de este mundo ya era un negro (y musulmán). Mis ilusiones desvanecidas volvían a reanudarse. Obama se sentaba en el despacho oval y esperaba un cambio con su “Yes, we can”. Pero, a pesar de todo, en este país, después de dos décadas se sigue escuchando eso de “diosa de ébano” cuando se refieren a Naomi Campbell. ¡Joder! ¿Por qué a Claudia Schiffer no la bautizaron como “aria divinidad” si se hicieron famosas a la par?

En estos siete años he conocido a chicos, chicas, modernos, rockeros, hippies, pobres, ricos, heteros, gays, franceses, sudamericanos… pero de entre todas estas personas, sólo me he topado con una que tiene a un amigo Jerome. Es su pareja desde hace más de diez o quince años.  Ella sigue creyendo en el racismo. Alguna vez me ha contado alguna anécdota y yo respondía incrédulo. Ahora ya lo entiendo.

El otro día, bajé a la calle, una horda gris de niños uniformados de unos catorce años salían de clase. De entre todos ellos, vi a una pareja. Una “aria querubina” besaba en la boca a “un flacucho nubio”. Los jóvenes amantes iban vestidos igual. Pensé: “Yes, we can. Algún día Jerome me enseñará a entrar a canasta”.

1 comentarios:

Unknown dijo...

Sublime, solo puede decirte una cosa: Lo siento por no ser negro.